domingo, 13 de febrero de 2011

A mi osito Mapuche.

Se dice que el nivel espiritual no depende de la edad, más bien del crecimiento interno. Los niños, aún siendo más sensibles al mundo que la gente "madura", se dejan llevar por objetos superflúos, y terminan durmiendose despiertos.
Esto se ve claramente en los pequeños: ven un juguete, lloran, patalean e histeriquean por aquello que está detrás de la vidriera, quieren ir a la juguetería para al menos vislumbrar un poco ese autito, peluche o muñeca que tanto añoran. Finalmente, lo consiguen. Entonces los vemos jugando horas y horas con el juguete, imaginandose nuevas historias y aventuras.
Un día, así como si nada se cansan. Ya no les gusta el juguete, y no es por el juguete en sí (de hecho lo agarrarán muchas veces y volveran a jugar con él) sino porque acaso adoran aquello que no tienen, que les es imposible obtener. Así es la gente que no puede tener un compromiso emocional con algo, sienten un impulso y deben actuar inmediatamente. He visto niños con consciencia de ello que, empero, en la práctica, no lo pueden lograr.
La historia se repite sucesivamente, por qué siempre habra nuevas barbies, aviones u ositos.
Lo que nunca nadie se pregunta bien (porque la mirada va a los niños, y los niños siempre son algo egocenticos) es qué les sucede a esos juguetes. Estos esperan a qué el niño vuelva a quererlos y adorarlos como antes, cosa que jamás pasa. Porque de algún modo absurdo su pequeño dueño sí los adora, sólo que no conoce la dimensión del amor entre uno-a-uno, no puede tener un sólo juguete porque nunca lo acostumbraron a ello. Creo que apenas tiene que ver con la lealtad, porque creo que si pudieramos elegir, todos optaríamos por ser leales.

Así que los juguetes (los que son valientes, claro) empiezan a ver más allá del niño, crecen lo suficiente para darse cuenta que es hora de irse, que no pueden pedirle a su dueño algo que no es, que quizá en el otro lado del mundo haya otro infante con la suficiente espiritualidad para imaginar aventuras sólo con ellos, para crecer al lado. Entonces una noche cualquiera saludan al pequeño mientras duerme, salen por la ventana y empiezan a recorrer el mundo. El niño probablemente buscará el juguete y llorara un poco, seguramente patalee pero ya en vano, su madre le dirá que quizá se le perdieron, o que están en alguna caja. Pero nunca más los encuentran. Lo curioso es que él añorara más al juguete porque este lo dejó libre que por la significación del mismo. Un niño nunca olvida a los juguetes que lo abandonan (yo recuerdo haber "perdido" una Barbie en la colonia, y ahora la entiendo, bien que la entiendo).
En cuánto a los juguetes que se escaparon, empiezan a vivir nuevos peligros y vértigos. Las historias (casi) siempre terminan bien y al final conocen a alguien que aprendió profundizar en uno sin necesidad de otros camiones o avioncitos. Pero bueno, esa es otra historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario